lunes, 26 de noviembre de 2012

DÍA DE CAMPO Y JUGUETE DE LATA


Ese día salimos después de almorzar con mi amigo. “Hache” ( así  llamaban  familiarmente a su padre por la inicial de su primer nombre, Horacio) y Celia (su madre) nos llevaron en el viejo auto de los abuelos a pasear al campo; como si ya no lo estuviéramos en el pueblito donde vivíamos, que por entonces tenía unas veinte manzanas principales rodeados de baldíos y chacras en medio de la pampa.
 “El Rúben” —como insistía en llamarlo acentuando a propósito la primer sílaba porque le disgustaba —, había recogido unos cuantos juguetes; y yo me sumaba con un autito de carrera de hojalata no muy querido por mí, para no lamentar perdida ni rotura posteriores.
 Viajábamos en un coche tipo “voiture” de dos puertas descapotable negro, con un baúl trasero que abierto se convertía en asiento para dos personas menudas, justo a la medida nuestra. Íbamos pues colocados en ese cajón muy alegres contemplándolo todo.
 En el campo la casa principal era bajita; de techo de chapa a dos aguas con varias habitaciones que no recuerdo bien; la rodeaba un cercado de alambre tejido para evitar que los animales la invadieran, y lo que se consideraba el frente, estaba flanqueado por un multicolor y pintoresco jardincito.
 Lo primero que hicimos fue sacar nuestros juguetes, autitos y soldaditos, y nos fuimos afuera del cerco, a un espacio de tierra que consideramos a propósito; al reparo de un frondoso monte de eucaliptos añejos. Ahí comenzamos armar un simulacro de batalla entre dos grupos que cada uno asumiría en condición de capitán.
 El juego consistía en arrojar piedritas desde una distancia de cinco pasos, con el objeto de ir volteando a los soldaditos del oponente, que cada uno había  colocados estratégicamente. El primero que volteaba la totalidad de los contrarios ganaba. Sin embargo puedo asegurar que éramos totalmente inocentes al horror que esto prejuzga en la vida real, y sus consecuentes males.
 Como dije, comenzamos con piedritas, pero cada vez el tamaño era un poco más grande dado la falta de puntería para acertar en el objetivo, sobre todo mía, porque Rubén, por algo tenía el sobrenombre de “Tarrino”; ganado en buena ley por ser uno de los favoritos en el juego de la bolita, u ojito (canicas), en “Plaza San Martín”; de cuya reconocida puntería nadie dudaba. Y ni que hablar con la “gomera” cazando pajaritos.
 Lo cierto es que el ejército de plomo quedó con más de un amputado y varios muertos descabezados. Abollones en mi autito de carrera de pista — hoy formula uno — de hojalata; lo mismo que el de Rubén que era un precioso camioncito cisterna de YPF de igual material; precisamente el juego terminó cuando se rompió uno de los guardabarros de este último.
 Teníamos entre siete u ocho años a lo sumo. Recuerdo como en la quietud de la tarde comenzó a formarse aquí y allá pequeños remolinos de hojas secas y tierra que se arrastraba hacia arriba; una impresionante tormenta se aproximaba lentamente con su color gris plomo, acompañada de truenos y sobrecogedores relámpagos. Todavía no se ha desdibujado el terror que me producen esos fenómenos meteorológicos. Imaginen en medio del campo.
 Muy rápidamente levantamos todo, tomamos la merienda y nos despedimos de los abuelos. En el camino íbamos dejando una nube de polvo a nuestro paso. Llegamos al pueblo cuando empezaban a caer las primeras gotas.
 Lo cierto que esta historia me vino a la memoria y se refrescó el día que visitaba de paso el Museo del Banco Provincia en la City Porteña, Sarmiento al 300, donde se exponían unos juguetes de hojalata de una marca, hoy más conocida como fabricantes de pastas secas —fideos—.
 Ahí me enteré por casualidad que aquellos juguetes que mencionaba en la historia anterior, fueron fabricados por esta firma; y también tuve esa sensación indescriptible que produce la nostalgia de volverlos a ver expuestos en las vitrinas, lejos de cualquier intento de apedrearlos indiscriminadamente.
 La producción de juguetes de hojalata Matarazzo se extendió entre 1934 hasta 1959. La misma comienza con piezas rudimentarias que requirieron de pocas matrices para estampado en los balancines. Con una adecuada política de venta a bajos precios, logró muy pronto ser los de mayor preferencia entre el segmento social de menor poder adquisitivo.
 Sin embargo, el inicio de la década de 1940, marca la verdadera expansión de la empresa que inaugura su nueva casa central en Avenida Corrientes al 5666; moderno edificio unido en sus fondos a la fabrica instalada desde 1937 en la calle Camargo. En junio de 1942, C. Matarazzo y Cía. Se transforma en sociedad anónima, manufacturando 5.000 juguetes diarios por obra de sus 250 operarios.
 En la década siguiente, los vaivenes políticos, el establecimiento definitivo del plástico en la producción juguetera, el resurgimiento de las importaciones y el contrabando de juguetes alemanes y japoneses, confluyen para ir cerrando el largo y recordado ciclo productivo tradicional de esta fábrica de juguetes.
 En 1959 se detiene definitivamente la producción. En 1961, C. Matarazzo S.A. desaparece del mercado del juguete.
 Un año después, se venden los inmuebles de la firma para solventar la construcción y equipamiento de la nueva fábrica de pastas que se inaugura en 1964. Pero esa no es nuestra historia de hoy.

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