Ese día salimos
después de almorzar con mi amigo. “Hache” ( así
llamaban familiarmente a su padre
por la inicial de su primer nombre, Horacio) y Celia (su madre) nos llevaron en
el viejo auto de los abuelos a pasear al campo; como si ya no lo estuviéramos
en el pueblito donde vivíamos, que por entonces tenía unas veinte manzanas
principales rodeados de baldíos y chacras en medio de la pampa.
“El Rúben” —como
insistía en llamarlo acentuando a propósito la primer sílaba porque le
disgustaba —, había recogido unos cuantos juguetes; y yo me sumaba con un
autito de carrera de hojalata no muy querido por mí, para no lamentar perdida
ni rotura posteriores.
Viajábamos en un
coche tipo “voiture” de dos puertas descapotable negro, con un baúl trasero que
abierto se convertía en asiento para dos personas menudas, justo a la medida
nuestra. Íbamos pues colocados en ese cajón muy alegres contemplándolo todo.
En el campo la casa
principal era bajita; de techo de chapa a dos aguas con varias habitaciones que
no recuerdo bien; la rodeaba un cercado de alambre tejido para evitar que los
animales la invadieran, y lo que se consideraba el frente, estaba flanqueado
por un multicolor y pintoresco jardincito.
Lo primero que
hicimos fue sacar nuestros juguetes, autitos y soldaditos, y nos fuimos afuera
del cerco, a un espacio de tierra que consideramos a propósito; al reparo de un
frondoso monte de eucaliptos añejos. Ahí comenzamos armar un simulacro de
batalla entre dos grupos que cada uno asumiría en condición de capitán.
El juego consistía en
arrojar piedritas desde una distancia de cinco pasos, con el objeto de ir
volteando a los soldaditos del oponente, que cada uno había colocados estratégicamente. El primero que
volteaba la totalidad de los contrarios ganaba. Sin embargo puedo asegurar que
éramos totalmente inocentes al horror que esto prejuzga en la vida real, y sus
consecuentes males.
Como dije, comenzamos
con piedritas, pero cada vez el tamaño era un poco más grande dado la falta de
puntería para acertar en el objetivo, sobre todo mía, porque Rubén, por algo
tenía el sobrenombre de “Tarrino”; ganado en buena ley por ser uno de los
favoritos en el juego de la bolita, u ojito (canicas), en “Plaza San Martín”;
de cuya reconocida puntería nadie dudaba. Y ni que hablar con la “gomera”
cazando pajaritos.
Lo cierto es que el
ejército de plomo quedó con más de un amputado y varios muertos descabezados.
Abollones en mi autito de carrera de pista — hoy formula uno — de hojalata; lo
mismo que el de Rubén que era un precioso camioncito cisterna de YPF de igual
material; precisamente el juego terminó cuando se rompió uno de los
guardabarros de este último.
Teníamos entre siete
u ocho años a lo sumo. Recuerdo como en la quietud de la tarde comenzó a
formarse aquí y allá pequeños remolinos de hojas secas y tierra que se
arrastraba hacia arriba; una impresionante tormenta se aproximaba lentamente
con su color gris plomo, acompañada de truenos y sobrecogedores relámpagos.
Todavía no se ha desdibujado el terror que me producen esos fenómenos
meteorológicos. Imaginen en medio del campo.
Muy rápidamente
levantamos todo, tomamos la merienda y nos despedimos de los abuelos. En el
camino íbamos dejando una nube de polvo a nuestro paso. Llegamos al pueblo
cuando empezaban a caer las primeras gotas.
Lo cierto que esta
historia me vino a la memoria y se refrescó el día que visitaba de paso el
Museo del Banco Provincia en la City Porteña, Sarmiento al 300, donde se
exponían unos juguetes de hojalata de una marca, hoy más conocida como
fabricantes de pastas secas —fideos—.
Ahí me enteré por
casualidad que aquellos juguetes que mencionaba en la historia anterior, fueron
fabricados por esta firma; y también tuve esa sensación indescriptible que
produce la nostalgia de volverlos a ver expuestos en las vitrinas, lejos de
cualquier intento de apedrearlos indiscriminadamente.
La producción de
juguetes de hojalata Matarazzo se extendió entre 1934 hasta 1959. La misma
comienza con piezas rudimentarias que requirieron de pocas matrices para
estampado en los balancines. Con una adecuada política de venta a bajos precios,
logró muy pronto ser los de mayor preferencia entre el segmento social de menor
poder adquisitivo.
Sin embargo, el
inicio de la década de 1940, marca la verdadera expansión de la empresa que
inaugura su nueva casa central en Avenida Corrientes al 5666; moderno edificio
unido en sus fondos a la fabrica instalada desde 1937 en la calle Camargo. En
junio de 1942, C. Matarazzo y Cía. Se transforma en sociedad anónima,
manufacturando 5.000 juguetes diarios por obra de sus 250 operarios.
En la década
siguiente, los vaivenes políticos, el establecimiento definitivo del plástico
en la producción juguetera, el resurgimiento de las importaciones y el contrabando
de juguetes alemanes y japoneses, confluyen para ir cerrando el largo y
recordado ciclo productivo tradicional de esta fábrica de juguetes.
En 1959 se detiene
definitivamente la producción. En 1961, C. Matarazzo S.A. desaparece del
mercado del juguete.
Un año después, se
venden los inmuebles de la firma para solventar la construcción y equipamiento
de la nueva fábrica de pastas que se inaugura en 1964. Pero esa no es nuestra
historia de hoy.
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