domingo, 2 de diciembre de 2012

EL CINE QUE VI (1)



Vagamente recuerdo que mi mamá me llevó cierto día de invierno cuando vivíamos en Santa Rosa (La Pampa), a una matinée de cine; tendría cuatro años, eran episodios de un serial que titulaban “El Hombre del Látigo”, un western con un personaje enmascarado parecido al Zorro.

Ese mismo año nos mudamos a Belén (Catamarca), y ahí la sala consistía en una trinquete  de pelota  a cielo abierto, con sillas de chapa plegables ubicadas mirando al frontón que haría de pantalla. Esta vez será mi hermano quien me lleva a ver una película de guerra, Arwenas de Iwo Jima (1949); clásico del cine estadounidense. Me resultó un fastidio, sobre todo porque era bajito y veía poco y nada. 

Por ese tiempo, cada vez que  mi papá era trasladado compulsivamente de lugar por razones de servicio y discrepancia ideológica, toda la familia pasaba unos días en la casa de la tía Ernestina y la prima Betty  en la Capital Federal. Como vivían en el barrio de Montserrat,  íbamos al “Cine Atlantic” en la calle Belgrano casi Salta; o al “Cervantes”,  también en la calle Belgrano, pero casi Entre Ríos.

Prepararnos era un ritual, sobre todo si se trataba de la función nocturna. Nos vestíamos como para un casamiento, paquetes y perfumados. Mi tía llevaba en su cartera caramelos surtidos sueltos (sin envoltorio) en una caramelera muy bonita y adecuada, y para que no se peguen los espolvoreaba con alcanfor. Mi prima en cambio prefería chocolates, por supuesto, la tableta familiar de Bonafide rellena, con crema de menta una y otra con frutilla.

Esa noche salimos caminando toda la familia y llegamos enseguida al cinematógrafo   —como le decían en aquella época—, ya que el mismo se encontraba a menos de dos cuadras;   se trataba del “Cine Atlantic”. Era una sala elegante y cómoda de estilo Art-Decó.  En el hall de entrada, algo de público esperaba el inicio de la función en medio de  conversaciones 

distendidas,  volutas de humo, y aroma francés.


Mi papá se dirigió a la boletería a sacar las entradas, mientras nosotros esperábamos junto a otros que hacían lo mismo. Los caballeros de  trajes y las damas  con sus vestidos;  no faltaban elegantes  tapados y sobrios perramus —hacía frío—. En todo primaba la tonalidad  oscura;  correspondientemente  el parque automotor en la calle,  también eran mayoritariamente  de color  negro  o de tonos apagados.  Ausencia de colores primarios no solo de noche sino también de día. 

Al introducirnos en la sala cortaron las entradas y le entregaron los talones al acomodador, que los  tomó de blanco guante, sosteniendo con  la otra mano la linterna que no necesitó para indicar la ubicación. Vestía de uniforme bordó con adornos dorados y brillantes botones de igual tono;  en su cabeza lucía un gorro redondo haciendo juego.

La sala comenzó a obscurecerse aunque no del todo, mientras se subía el primer telón dedicado a exhibir las propagandas de los comercios auspiciantes. Ahora había quedado el segundo cortinado que se corría hacia los costados, permitiendo exhibir la blanca pantalla donde comenzaba a proyectarse  el conocido noticiero “Sucesos Argentinos” con las últimas noticias semanales del país y el mundo. Hacía la apertura  un  gaucho en su caballo criollo a puro relincho imitando  la presentación del “Llanero Solitario” en su  caballo “Plata”, secuencia que veríamos en TV años después.  

Al finalizar “Sucesos” se apagan el resto de las luces y  da comienzo el film.  El murmullo bajará hasta desaparecer, silencio total en la sala. No había pochoclos ni gaseosas, solo se escuchaba de vez en cuando el envoltorio de celofán de algún goloso tratando de encontrar su caramelo. Bastaba  un chistido de otro fastidioso para obligarlo a comerse la golosina con papel y todo; lo mismo ocurría ante un  cuchicheo inoportuno.

En esta ocasión fuimos a ver Lili (1953) con Leslie Caron. Debo advertir que por ese entonces la proyección sobre la pantalla tenía el formato cuadrado, no el apaisado  que recién comenzó a utilizarse con la generalización del  Cinemascope inaugurado en USA  por la Fox con El Manto Sagrado en 1953.

Pero si la pantalla grande todavía no había llegado, no era poca cosa el Tecnicolor que si disfrutábamos. Del blanco y negro se pasó a los colores brillantes y poco creíbles, pero maravillosos de esas noches de escenas románticas de intenso azul, con rostros sanguíneos o labios femeninos de un intenso rush. Era el “american way of life” de los 50/60 de intenso colorido.

Años siguientes  —ya que todos los años viajábamos a Buenos Aires a pasar unos días— siempre el cine seguirá siendo la cita obligada. Así conocí al dúo de cómicos americanos Jerry Lewis y Dean Martin en Loco por Anita (1956), precisamente con Anita Ekberg la bomba sueca (pero aquí, apta para todo público); y también a la blonda y encantadora Doris Day en comedias románticas y risueñas, matizadas con canciones que interpretaba de maravilla como en Problemas de Alcoba  (1959) con Rock Hudson.

Las salas de cines de Buenos Aires eran de primer nivel e invitaban a soñar; vale mencionar el “Metro”,  “Gran Rex”, “Opera” solo para empezar. Sin embargo fue una sala mediana, creo que era el “Luxor” o “Hindú” —hoy a la distancia ya no recuerdo bien—,  uno de los últimos yendo hacia el bajo por Lavalle; una noche de verano su techo me dejó atónito de asombro cuando en medio del film, suave y silenciosamente comenzó a correrse hasta dejar totalmente y a la vista el cielo con sus estrellas.

Antes que mi infancia concluyera, Hollywood me había enajenado totalmente.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

RECUERDO DE MI ESCUELA PRIMARIA I


ESCUELA Nº 1 DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO - MAIPÚ (Bs.As.)

1º Grado Inferior "A" (1955 )


A  mis cortos años me pareció inmensa. Mi mamá me acompañó  a entrar sin soltarme la mano. Adentro el bullicio me atemorizó un poco. Al vernos  se acercó una maestra, la señora de Arana saludó a mi mamá y acariciando mi cabeza le dijo: —Como le prometí el año pasado… finalmente voy a ser la maestra de su hijo.  

Era mi vecina, y el año anterior la veía casi todos los días cuando hacía la ronda en su vereda, para esperar a mi papá que regresaba del trabajo por la tarde. Siempre me decía que iba a ser su alumno de primer grado; en ese entonces no había preescolar, y resultó una de las experiencias más hermosas de mi vida.

El primer día me  encontré con un par de amigos  con los que  jugaba en la cuadra de la maestra. Uno era el  hijo de un policía caminero, Juan Carlos (“Pirulo”), ahijado de la portera, otro Carlitos, que vivía al lado del boliche de “Dino”, y el tercero no recuerdo el nombre, si el apodo: “El negro”. Pero yo ya no vivía en el barrio donde los conocí, me había mudado frente a la plaza;  solo tenía que cruzarla en diagonal para llegar a la escuela. Sin embargo,  encontrarme con ellos  ayudó a integrarme más fácilmente  al resto desconocido de la clase.   

La maestra de música todos la conocíamos por su sobrenombre, la señora “Marucha”,  que lo sería desde ese primer grado ininterrumpidamente  hasta quinto año que concluí la secundaria en  otra institución (El Colegio Golé).  Alta, elegante, de voz arenosa; nos  guiaba al compas de piano con una mano, y  con la otra el tono  de nuestras voces; en ocasión de parada para que la viéramos vocalizar. El piano  sonaba no solo desafinado, sino  potente  bajo  la ejecución de “Marucha”;  más que cantar gritábamos para sobrepasar  los acordes del Himno y la Marcha de San Lorenzo.

Mi  primer grado transcurrió durante un año político muy especial: 1955; pero a esa edad la vida es totalmente lúdica. Las primeras vocales y consonantes que aprendí a deletrear me enseñaron a escribir la primera frase: ¡Ma-má  me  mi-ma  y  E-vi-ta  me  a-ma!

La gran sorpresa fue ese día inolvidable a la salida; cuando a cada niño le regalaban un juguete que sacaban de una enorme bolsa. Se decía por aquellos días que “los únicos privilegiados eran los niños”. Nadie se quedó sin regalo. 
Yo estaba feliz con mi camioncito de madera. Era hermoso. Al siguiente año se notó el cambio. Solo había unas facturas, y al otro unos pocos caramelos.

Otro hecho particular que  rompió la rutina escolar, fue el día que nos sacaron de las aulas y nos formaron en el patio cubierto. Estaban todas las divisiones, cada una con  sus respectivas maestras formando fila  frente al escenario de actos. A un costado, la abanderada y escolta formaban flanqueados por la directora y sus auxiliares.

En el escenario del cual todos estábamos pendiente, solamente había una gran radio sobre sus tablas, cerca del borde exterior, y al centro. Una maestra la sintonizó en el momento oportuno, y comenzamos a escuchar la voz del presidente Perón.  Mentiría si dijera  que sabía lo que estaba  pasando.  

Como el resto, escuchaba en silencio, yo particularmente  sin entender ni jota. De pronto, la alumna abanderada se desplomó al suelo sin dar tiempo a evitarlo: — ¡Traigan una silla! — ¡Un vaso de agua por favor! — ¡Rápido…!  Por un momento el hechizo se rompió. 

lunes, 26 de noviembre de 2012

DÍA DE CAMPO Y JUGUETE DE LATA


Ese día salimos después de almorzar con mi amigo. “Hache” ( así  llamaban  familiarmente a su padre por la inicial de su primer nombre, Horacio) y Celia (su madre) nos llevaron en el viejo auto de los abuelos a pasear al campo; como si ya no lo estuviéramos en el pueblito donde vivíamos, que por entonces tenía unas veinte manzanas principales rodeados de baldíos y chacras en medio de la pampa.
 “El Rúben” —como insistía en llamarlo acentuando a propósito la primer sílaba porque le disgustaba —, había recogido unos cuantos juguetes; y yo me sumaba con un autito de carrera de hojalata no muy querido por mí, para no lamentar perdida ni rotura posteriores.
 Viajábamos en un coche tipo “voiture” de dos puertas descapotable negro, con un baúl trasero que abierto se convertía en asiento para dos personas menudas, justo a la medida nuestra. Íbamos pues colocados en ese cajón muy alegres contemplándolo todo.
 En el campo la casa principal era bajita; de techo de chapa a dos aguas con varias habitaciones que no recuerdo bien; la rodeaba un cercado de alambre tejido para evitar que los animales la invadieran, y lo que se consideraba el frente, estaba flanqueado por un multicolor y pintoresco jardincito.
 Lo primero que hicimos fue sacar nuestros juguetes, autitos y soldaditos, y nos fuimos afuera del cerco, a un espacio de tierra que consideramos a propósito; al reparo de un frondoso monte de eucaliptos añejos. Ahí comenzamos armar un simulacro de batalla entre dos grupos que cada uno asumiría en condición de capitán.
 El juego consistía en arrojar piedritas desde una distancia de cinco pasos, con el objeto de ir volteando a los soldaditos del oponente, que cada uno había  colocados estratégicamente. El primero que volteaba la totalidad de los contrarios ganaba. Sin embargo puedo asegurar que éramos totalmente inocentes al horror que esto prejuzga en la vida real, y sus consecuentes males.
 Como dije, comenzamos con piedritas, pero cada vez el tamaño era un poco más grande dado la falta de puntería para acertar en el objetivo, sobre todo mía, porque Rubén, por algo tenía el sobrenombre de “Tarrino”; ganado en buena ley por ser uno de los favoritos en el juego de la bolita, u ojito (canicas), en “Plaza San Martín”; de cuya reconocida puntería nadie dudaba. Y ni que hablar con la “gomera” cazando pajaritos.
 Lo cierto es que el ejército de plomo quedó con más de un amputado y varios muertos descabezados. Abollones en mi autito de carrera de pista — hoy formula uno — de hojalata; lo mismo que el de Rubén que era un precioso camioncito cisterna de YPF de igual material; precisamente el juego terminó cuando se rompió uno de los guardabarros de este último.
 Teníamos entre siete u ocho años a lo sumo. Recuerdo como en la quietud de la tarde comenzó a formarse aquí y allá pequeños remolinos de hojas secas y tierra que se arrastraba hacia arriba; una impresionante tormenta se aproximaba lentamente con su color gris plomo, acompañada de truenos y sobrecogedores relámpagos. Todavía no se ha desdibujado el terror que me producen esos fenómenos meteorológicos. Imaginen en medio del campo.
 Muy rápidamente levantamos todo, tomamos la merienda y nos despedimos de los abuelos. En el camino íbamos dejando una nube de polvo a nuestro paso. Llegamos al pueblo cuando empezaban a caer las primeras gotas.
 Lo cierto que esta historia me vino a la memoria y se refrescó el día que visitaba de paso el Museo del Banco Provincia en la City Porteña, Sarmiento al 300, donde se exponían unos juguetes de hojalata de una marca, hoy más conocida como fabricantes de pastas secas —fideos—.
 Ahí me enteré por casualidad que aquellos juguetes que mencionaba en la historia anterior, fueron fabricados por esta firma; y también tuve esa sensación indescriptible que produce la nostalgia de volverlos a ver expuestos en las vitrinas, lejos de cualquier intento de apedrearlos indiscriminadamente.
 La producción de juguetes de hojalata Matarazzo se extendió entre 1934 hasta 1959. La misma comienza con piezas rudimentarias que requirieron de pocas matrices para estampado en los balancines. Con una adecuada política de venta a bajos precios, logró muy pronto ser los de mayor preferencia entre el segmento social de menor poder adquisitivo.
 Sin embargo, el inicio de la década de 1940, marca la verdadera expansión de la empresa que inaugura su nueva casa central en Avenida Corrientes al 5666; moderno edificio unido en sus fondos a la fabrica instalada desde 1937 en la calle Camargo. En junio de 1942, C. Matarazzo y Cía. Se transforma en sociedad anónima, manufacturando 5.000 juguetes diarios por obra de sus 250 operarios.
 En la década siguiente, los vaivenes políticos, el establecimiento definitivo del plástico en la producción juguetera, el resurgimiento de las importaciones y el contrabando de juguetes alemanes y japoneses, confluyen para ir cerrando el largo y recordado ciclo productivo tradicional de esta fábrica de juguetes.
 En 1959 se detiene definitivamente la producción. En 1961, C. Matarazzo S.A. desaparece del mercado del juguete.
 Un año después, se venden los inmuebles de la firma para solventar la construcción y equipamiento de la nueva fábrica de pastas que se inaugura en 1964. Pero esa no es nuestra historia de hoy.

lunes, 5 de noviembre de 2012

UN LIBRO DE PELÍCULA


Mi hermano lo había adquirido junto con otros, como  saldo, valuados más que por unidad por kilo de papel. Así pasaron a incrementar la pequeña biblioteca familiar.  El paquete contenía autores conocidos como  Julio Verne y Vargas Vila, y otros que no recuerdo, salvo el que voy a presentar.

Su  título es Servidumbre y Grandeza de la Filosofía; no precisamente lo que un adolescente de un pequeño pueblo bonaerense pudiera sentirse inclinado a perder el tiempo en su lectura. Pero ahí estaba. El autor, Rodolfo Llorens y Jordana, profesor catalán de filosofía y literatura. Para mí y el resto del pueblo, un triste desconocido.  

Un poco más sobre el autor (que la edición presenta en su solapa); enrolado en las filas republicanas durante la Guerra Civil Española, al concluir la misma, se vio obligado a huir atravesando la Francia Nazi y escapar por Marruecos en busca de un nuevo destino.

Imagino la película “Casablanca” y todos aquellos personajes en el “Bar de Rick” (H. Bogart), intentando adquirir por cualquier medio las “cartas de tránsito” que  el  sínico  prefecto capitán Renault (C. Rains) —soborno mediante— autorizaba como pasaporte para escapar hacia la libertad.

Sería el profesor Llorens  una especie de Victor Lazslov (P. Henreid); contaría con una esposa como Ilsa (I. Bergman). Lo cierto es que escribió este libro que se editó en 1949 y a mi casa llego en 1966.

Su tapa no llama la atención; edición rústica sin ilustraciones, color ocre, título impreso en blanco a cinco renglones,  autor en negro con letras reducidas, editora y lugar de edición en la parte inferior igualmente en  negro y letras más pequeñas (Al presente se sugiere  buscarlo en librerías de saldo en el cajón de ofertas del día).

No recuerdo bien, pero debió estar en la biblioteca de casa, un mueble de tres puertas lustrado en cedro oscuro, vidrios con cortinas grises entabladas; que se sostenía sobre cuatro patas cuadradas  medianas,  a quince centímetros del piso. Por suerte no podía verse la disposición interior en cuatro estantes donde siempre entraba más, pero apilados; sí, cada vez que  abría una puerta algo se caía, y en algún momento se deslizó este libro. Es la única explicación de como llegó a mis manos.  

Ávido de aventuras, misterios y fantasías, la filosofía era la materia insoportable de lógica en cuarto año, o la tediosa psicología de la conducta de quinto. Cuatro décadas después, abro el mismo libro  y leo los siguientes renglones en su primera pagina subrayados:

“Escuchad. Los griegos creían que, en uno de los misteriosos montes de Beocia, vivía un monstruo que ellos llamaban Esfinge, cabeza de mujer, cuerpo de toro, garras de león, alas de águila. Si la acurrucada Esfinge egipcia de Giseh —sentada ante la gran pirámide de Keops— contempla sin pestañar las arenas movedizas del desierto y desafía, imperturbable, los años huidizos de los siglos, la Esfinge griega andaba suelta por la áspera montaña dedicándose a presentar —a los caminantes que se arriesgaban por allá— enigmas insólitos, arcanos insondables, acertijos inusitados, cuestiones imposibles de resolver, preguntas que nadie podía contestar satisfactoriamente.  Si lo seductor de las Sirenas estaba en la voluptuosidad de la voz, lo atractivo de la Esfinge residía en el sentido de la palabra.”
Esfinge Griega

Fuera de las exigencias escolares solo recuerdo autores como: Robert. L. Stevenson, Julio Verne, Emilio Salgari; no se si otros. Mis lecturas preferidas eran las historietas (Comic); pero con este ejemplar había descubierto la puerta al mundo de la gran aventura, la más inimaginable y maravillosa aventura, la del conocimiento y la sabiduría.

Quizás ninguno de los célebres filósofos hubiera logrado mi atención años después, si no fuera  por este olvidado profesor de filosofía y literatura exiliado en Venezuela en 1942, que así, logró iniciarme de una manera insospechada y seductora.  

 A. A. P.
2010-06-22